Hablar de China nunca es sencillo. La información que llega a otros países suele estar filtrada por la desinformación, los estereotipos y las imágenes espectaculares de rascacielos futuristas o avenidas iluminadas que parecen sacadas de una película de ciencia ficción. Además, no podemos dejar de tener en cuenta que se trata de un país de 1.400 millones de habitantes, por lo que hacer generalizaciones casi siempre lleva a error. Por eso, para comprender verdaderamente al gigante asiático no basta con leer titulares ni con quedarse con los posts más increíble que vemos en redes sociales. Es necesario escuchar a muchas voces, contrastar fuentes y, sobre todo, viajar, recorrer y experimentar de primera mano lo que el país ofrece más allá de la fachada.
China es un territorio inmenso y diverso, donde conviven múltiples realidades. En las grandes urbes costeras como Shanghái o Shenzhen se concentra buena parte del dinamismo económico y tecnológico, con paisajes urbanos que simbolizan modernidad y riqueza. Pero más allá de esas ciudades brillantes, la vida de millones de personas transcurre en pueblos rurales, en ciudades intermedias o en provincias del interior donde el contraste con la imagen de lujo es abismal. Allí, para muchos el acceso a servicios básicos como salud, educación o transporte sigue siendo un reto, y muchas familias dependen todavía de la agricultura o de empleos precarios ligados a la migración interna De hecho, los grandes movimientos migratorios dentro del país, condicionados por el sistema de registro de residencia o hukou, han generado una población flotante.
El gobierno ha puesto en marcha programas de “revitalización rural” para reducir estas diferencias, pero la brecha entre el campo y la ciudad sigue siendo evidente. Aun así, no se trata solo de carencias: en esas comunidades también sobreviven tradiciones, redes de apoyo y formas de vida que contrastan con la velocidad y el estrés de las grandes urbes.
Todo esto nos recuerda que reducir a China a una sola imagen —ya sea la del lujo o la de la pobreza— es una simplificación injusta. Entenderla requiere aceptar que es un país de contrastes, donde lo ultramoderno convive con lo tradicional, y con infinidad de matices locales. Y, sobre todo, requiere hablar con sus ciudadanos: escuchar cómo viven, sus opiniones, qué dificultades enfrentan y cómo perciben los cambios acelerados que transforman su día a día.
En tiempos en los que la velocidad de la información, la desinformación y la simplificación dominan el discurso, comprender a China significa desacelerar, mirar más allá de las luces de neón y descubrir un mosaico de realidades humanas que no caben en un titular.