Cuando salí de mi pueblo, Quintanar de la Orden, para estudiar COU en Madrid, lo hice con una mezcla de sensaciones que todavía hoy me acompañan: la emoción de abrir una puerta hacia un futuro lleno de posibilidades y el miedo natural ante un entorno nuevo, desconocido. Recuerdo a mi madre despidiéndome con ese gesto que mezcla orgullo y preocupación, consciente del esfuerzo que estábamos haciendo juntas. Aquella decisión suponía un sacrificio económico y emocional importante, pero también la certeza compartida de que merecería la pena. Que aquel paso, aunque grande y a veces doloroso, era el necesario para construir un futuro mejor, un camino hacia la prosperidad y la independencia.
Esa escena personal regresó a mi memoria mientras escuchaba en Pekín al profesor Xia Jianhui, subdirector del Centro de Servicios de Estudios en el Extranjero del Ministerio chino de Educación, durante su intervención en el Foro de Cooperación entre China y los Países de Lengua Española y Portuguesa, organizado por la Fundación Cátedra China y FUNIBER. Su ponencia, rigurosa, pausada y sustentada en investigaciones de gran calado —algunas realizadas en el marco de la preparación del XV Plan Quinquenal— planteaba una reflexión profundamente actual: China está viviendo una fase de desglobalización académica.
Lejos de interpretarla como un cierre o un repliegue, el profesor Xia la explicó desde la racionalidad que caracteriza al pensamiento estratégico chino. Según los estudios de su departamento, los estudiantes chinos ya no sienten la necesidad imperiosa de estudiar en el extranjero. No es que rechacen el mundo; es que lo observan con un criterio distinto. Solo consideran lógico salir fuera si ello contribuye de manera clara y medible a mejorar su currículum y sus posibilidades laborales.
Y es que las universidades chinas, fruto de décadas de inversión, planificación y visión de Estado, ya se encuentran entre las mejores del mundo. Ofrecen investigación de vanguardia, generan innovación tecnológica, atraen talento global y proporcionan un entorno académico competitivo y moderno. Para muchas familias, el esfuerzo que antes suponía enviar a un hijo al extranjero ya no se corresponde con un retorno diferencial. La ecuación ha cambiado.
China ha protagonizado en muy poco tiempo una transformación histórica sin precedentes:
- ha erradicado la pobreza extrema,
- ha desarrollado industrias punteras,
- ha impulsado avances en inteligencia artificial, telecomunicaciones, nanotecnología, computación cuántica y energías verdes
- ha fortalecido una red universitaria de altísima calidad que mira al futuro.
Y mientras escuchaba al profesor Xia con atención, inevitablemente pensaba:
¿En qué punto estamos nosotros en España? ¿Cómo hemos llegado a esta pérdida de atractivo?
Porque este fenómeno global —este retorno de los estudiantes chinos a su propio país— nos afecta directamente. Durante décadas, Estados Unidos y Europa fueron vistos como un destino amable, culturalmente rico, accesible y con un sistema universitario que, sin ser perfecto, ofrecía oportunidades interesantes. Pero esa percepción se ha deteriorado.
Igual pasa en España. Hoy, la enseñanza universitaria española, tanto pública como privada, ha perdido competitividad, prestigio y capacidad de innovación, atrapada en debates internos, falta de financiación, burocracia paralizante y ausencia de una estrategia nacional clara. Muchos títulos ya no ofrecen ventajas distintivas a ojos de estudiantes que, como los chinos, evalúan las opciones desde el valor añadido y no desde la tradición.
Es necesario preguntarse:
- ¿Queremos seguir instalados en la autocomplacencia?
- ¿Vamos a continuar repitiendo que somos “un país atractivo” sin respaldarlo con hechos?
- ¿Creemos realmente que China necesita de España para avanzar, cuando es España quien debería observar con humildad y atención el modelo chino?
Tal vez la pregunta más importante sea otra:
¿Estamos dispuestos a mirarnos al espejo y aceptar que necesitamos un cambio profundo?
China avanza porque planifica. Porque establece objetivos nacionales a largo plazo, consensuados, medibles y realistas. Porque asume que el bienestar de la ciudadanía, la coordinación entre administración, empresas y sociedad, y el respeto a la naturaleza forman parte del mismo proyecto nacional.
España, en cambio, lleva años sin un rumbo educativo claro. No existe un pacto de Estado por la universidad; no existe una hoja de ruta que abarque dos décadas; no existe un esfuerzo coordinado que convierta a la educación superior en un pilar estratégico del país.
Quizás lo que necesitamos es, precisamente, lo que China hace tan bien: un plan, con visión de futuro, con consenso, con estabilidad y con ambición. Un plan que coloque la formación superior en el centro, que fortalezca la universidad pública, que exija excelencia, que recompense la innovación y que recupere la ilusión por progresar.
Mientras escuchaba al profesor Xia, recordaba aquel día en que dejé Quintanar de la Orden. Yo sabía que no volvería a vivir allí, pero también sabía que mis raíces me acompañarían siempre. Que no se abandona un pueblo cuando se marcha: se lo lleva dentro, como brújula, como referencia constante.
España también necesita volver a conectar con sus raíces: con lo mejor de su historia educativa, con su tradición humanista, con su espíritu innovador del pasado. Y, a partir de ahí, construir un futuro posible.
China mira adelante sin miedo y con una determinación serena. Sus estudiantes se quedan en casa porque confían en su país.
¿Puede España decir lo mismo?
Ojalá podamos recuperar esa voluntad de avanzar, la misma voluntad que sentí yo el día que subí al autobús hacia Madrid, con incertidumbre, pero también con la firme convicción de estar dando el paso correcto.
Esa convicción —la de que el futuro merece ser construido con valentía— no deberíamos perderla. Nunca.


