Europa debe decidir si acude a la Cumbre con China de pantalón largo o corto


En casa de mi abuela Ángeles y mi abuelo José, sentarse en la mesa de los mayores era todo un rito de paso. No bastaba con la edad: había que tener paciencia, saber conversar y —sobre todo— vestir pantalón largo. En mi infancia manchega, ese cambio de indumentaria no era trivial: simbolizaba madurez, respeto, compromiso. Estos días, siguiendo la preparación de la Cumbre entre la Unión Europea y China, me vuelve una pregunta infantil, pero profundamente política: ¿acudirá Europa con pantalón largo o seguirá instalada en la comodidad del pantalón corto?

La cita del 24 de julio, que conmemora los 50 años de relaciones diplomáticas entre China y la Unión Europea, ha quedado reducida a una única jornada. Un gesto simbólico que, lejos de pasar inadvertido, refleja el enfriamiento progresivo de un vínculo que debería estar fortaleciéndose ante el nuevo orden global. Y, sin embargo, aún estamos a tiempo. Europa puede recuperar el tono adulto, el sentido de propósito y la autonomía estratégica que tanto proclama, pero que tan poco parece practicar.

Autonomía estratégica: del discurso a la acción

Desde 2016, la Unión Europea ha hablado de “autonomía estratégica”. Un concepto que nació en el terreno militar, pero que hoy debe ampliarse al comercial, tecnológico y diplomático. ¿Qué autonomía tiene una UE que espera el visto bueno de Washington antes de definir su postura hacia Beijing? ¿Qué madurez hay en una Europa que reacciona con pánico ante cada avance tecnológico chino?

Mientras tanto, China actúa con previsibilidad, visión a largo plazo y una voluntad clara de diálogo. Beijing no exige sumisión, sino respeto. Apuesta por una Europa fuerte, estable y autónoma, con voz propia en el concierto internacional. No busca una relación asimétrica, sino cooperativa, alejada del hegemonismo excluyente de Estados Unidos.

Una relación desequilibrada… 

En las últimas semanas se ha evidenciado algo sorprendente: durante la ausencia temporal de Ursula von der Leyen, las relaciones con China fluyeron con una armonía notable. Esta anécdota —que no lo es tanto— invita a reflexionar sobre el papel de ciertos líderes europeos en el distanciamiento con Beijing. Cuando se impone la ideología sobre la diplomacia, se pierden oportunidades de diálogo, comercio e influencia.

La Unión Europea y China deberían mostrar su disposición a retomar el Acuerdo de Inversiones UE-China (CAI), guardado en un cajón desde mayo de 2021. Ese pacto, equilibrado y ambicioso, podría convertirse en un instrumento clave para el crecimiento europeo y para canalizar la inversión china hacia sectores estratégicos como la transición energética o la digitalización. Pero falta voluntad política. Falta pantalón largo.

Algunos países ya han madurado

Afortunadamente, algunos Estados miembros han comprendido la importancia de China sin complejos. Hungría, Grecia, Portugal, Alemania, Francia, España o Italia ya se han sentado a la mesa de los mayores con Pekín. Lo han hecho no por ideología, sino por responsabilidad. Sus economías dependen —en buena parte— de las exportaciones, del turismo, de las cadenas de valor globales. Y en todas ellas, China juega un papel central.

Incluso dentro de España vemos cómo comunidades autónomas gobernadas tanto por el PSOE como por el PP se abren a la cooperación con China con naturalidad, sin ruido ni prejuicios. Esta realidad, más pragmática que ideológica, ha contribuido al giro del presidente Sánchez hacia una postura más madura y equilibrada. Mientras tanto, desde la atalaya de la oposición, Núñez Feijóo mantiene un discurso más ambiguo y cauteloso, quizá más atento a las encuestas que a los intereses estructurales de España.

No hay antagonismo, hay oportunidades

Desde Bruselas, se insiste en presentar a China como “rival sistémico”. Una etiqueta que, aunque pueda tener utilidad interna para ciertos sectores políticos, resulta profundamente contraproducente para la diplomacia. ¿Es China un competidor en ciertas áreas? Por supuesto. Pero también es un socio indispensable en la lucha contra el cambio climático, en la transformación tecnológica o en la estabilidad financiera global.

La imposición de aranceles europeos a los vehículos eléctricos chinos es un buen ejemplo de cómo la miopía política puede convertirse en autolesión económica. En lugar de buscar acuerdos tecnológicos o joint ventures, Europa levanta barreras, mientras que Beijing ofrece contrapartidas: eliminación de trabas a productos agrícolas europeos, apertura en sectores sensibles, flexibilización de las reglas sobre tierras raras, y apertura de sus fronteras en materia de visados.

Pekín no busca confrontación, busca equilibrio. Pero ese equilibrio no puede basarse en prejuicios ni en fantasmas del pasado. La Europa que sigue viendo a China con los lentes de hace 30 años está condenada al desfase. Y en un mundo donde la inteligencia artificial, las energías limpias y la conectividad global avanzan a toda velocidad, quedarse atrás no es una opción.

La geopolítica no espera

La guerra en Ucrania, el retorno del proteccionismo estadounidense y la expansión de los BRICS son señales claras de que el tablero global está cambiando. China ha propuesto una salida diplomática al conflicto ruso-ucraniano y mantiene abiertos canales con ambas partes. ¿Por qué no apoyar ese rol mediador? ¿Por qué cerrarse a la posibilidad de una paz pragmática y multilateral?

Europa necesita a la OTAN, como todo joven necesita a sus mayores. Pero también debe empezar a tomar sus propias decisiones. No se trata de romper alianzas, sino de madurar políticamente, de tener voz propia en los grandes asuntos internacionales. Para eso está la mesa de los mayores. Y para eso hay que ponerse el pantalón largo.

No perdamos más trenes

El 24 de julio será una oportunidad —quizá la última en mucho tiempo— para que la Unión Europea se comporte como lo que dice ser: una potencia global, un actor racional, un socio autónomo. La cita con Xi Jinping, Von der Leyen y António Costa no debe ser solo una foto protocolaria. Debe marcar el inicio de una etapa más madura, más cooperativa por ambas partes y más estratégica.

Porque si Europa decide seguir en pantalón corto, otros actores —más pragmáticos, más audaces— ocuparán su lugar. El mundo no espera. Y China, por su parte, tampoco lo hará eternamente.

La responsabilidad está ahora en manos de Bruselas. La mesa está servida. La pregunta es: ¿vendrá Europa vestida para la ocasión?