Algunos apuntes sobre la historia y situación de Taiwán

El historiador romano nacido en el s. I d.C. Tácito comenzaba sus Anales declarando que se proponía contar la historia de Roma desde su inicio sine ira et studio. Hacía con ello una enmienda en absoluto velada a quienes le habían precedido y que, a su juicio, habían distorsionado la historia del siglo anterior por su encono contra o por su voluntad de adular al poder del momento. Aquella es hoy una de las principales divisas de la mejor ciencia histórica. Desconozco si Mao Tse Tung estaba familiarizado con los historiadores romanos en general y con Tácito en particular, pero lo cierto es que pareció ponerse en diálogo directo con este último al recuperar y ampliar, cerca de 1800 años después en Yan’ an, el famoso principio tradicional de «buscar la verdad en los hechos», ampliamente cultivado por los comunistas chinos en el último siglo, y que, visto con perspectiva, viene a constituir una especie de paráfrasis del anterior. La combinación de ambas ideas, pues, representaría el mejor modo de aproximarse a cualquier realidad presente o pasada. La historia, sin embargo, antes de ser historia, es política, periodismo o intereses en conflicto, lo que hace -y es de lamentar- que los hechos habitualmente se ignoren, se retuerzan y deformen. De ello somos testigos, no siempre conscientes, a diario, cuando, soslayando sin rubor nuestro derecho a la información veraz, se nos alimenta la inteligencia con propaganda, esa imagen desfigurada de la realidad, como la que devuelven los espejos del esperpento.

No hay, en principio, asunto público que se vea libre de sufrir tratamientos de este tipo, pero, dado el momento de zozobra en que actualmente nos encontramos, son particularmente agresivos en los temas internacionales. Se alimenta de manera casi suicida el belicismo, se fomenta a la apertura de nuevos conflictos o se llama a avivar los latentes, a extender los que ya están abiertos o a hacer descarrilar aquellos que ya se encontraban en el camino que había de llevar a su solución pacífica.  Como a nadie se le escapa, la situación más extrema se encuentra hoy en el este de Europa y Oriente Medio, pero el objetivo de estas líneas es el de detenerse en otro de esos puntos donde , de manera irresponsable, se busca generar inestabilidad: la isla de Taiwán. Recientemente se han intensificado determinadas maniobras políticas, sobre todo por parte de EEUU, que se han entendido por parte de la República Popular China como una injerencia en sus asuntos internos y un ataque a su soberanía, como la visita de la presidenta de la Cámara de Representantes, Nancy Pelosi, en 2022 o los anuncios de apoyo financiero y militar por parte de la administración estadounidense, en un claro ejemplo de mentalidad propia de la guerra fría. Por ello, no será ocioso realizar un pequeño recorrido por la historia de la cuestión de Taiwán y hacer algunos apuntes sobre la situación actual.

De entrada, conviene recordar, aunque sea brevemente, que los contactos entre ambas orillas del estrecho de Taiwán hunden muy profundamente sus raíces en el tiempo. Ya en el s. III de nuestra era se documentan las primeras referencias oficiales a la isla ( en la obra Nomenclátor Geográfico del Litoral  de Shen Ying; en chino Lin Hai Shui Tu Zhi,临海水土志) y, con diferentes grados de intensidad, la presencia de órganos administrativos chinos en la isla remonta a  la época de las dinastías Song y Yuan. Esta solo se vio interrumpida por períodos relativamente breves de ocupación colonial; por parte de Holanda, en el s. XVII, y de Japón, en el XIX y primeras décadas del XX, poco después de adquirida la condición de vigésima provincia de China. Como resulta natural, siglos de contactos y migraciones interribereñas propiciaron que la población de la isla fuera, en esencia, asimilable a la del continente en aspectos lingüísticos, étnicos o religiosos; efectivamente, los principales dialectos de Taiwán, el mandarín y min nan, se integran en dos grupos de la familia de lenguas siníticas y el segundo de ellos, el min nan, también se habla en la provincia de Fujian y en otros puntos del mediodía continental; la inmensa mayoría de la población de Taiwán (cerca del 98%) pertenece, desde un punto de vista étnico, a subgrupos de la etnia Han, también ampliamente mayoritaria en el continente y, en lo religioso, no hay diferencias sustanciales entre ambas orillas del estrecho, ya que el mapa confesional en ambos territorios resulta muy similar, correspondiéndose con lo que los especialistas anglosajones llaman Chinese Folk Religion. Todo ello viene a confirmar que estamos tratando, en esencia, de un mismo pueblo, con una larga historia y cultura compartidas. 

Las pretensiones de independencia, pues, que algunos actores políticos de la isla, como el Partido Progresista Democrático, han alimentado en las últimas décadas no encontraría demasiado fundamento en la historia, ni tampoco en el derecho nacional e internacional. Las autoridades de Taipei, integradas por los miembros del Guomindang retirados a la isla tras la derrota en la Guerra Civil y la proclamación de la República Popular China en 1949, aspiraban en lo fundamental a ser reconocidas internacionalmente como el  gobierno legal de China. Tal aspiración, sin embargo, quedó en principio tocada de muerte con la Resolución 2758, aprobada por Naciones Unidas en 1971, donde no solo se reconocía la legalidad y legitimidad del gobierno de la República Popular como único representante internacional del país, sino también el principio de “Una sola China”, premisa insoslayable para el establecimiento de cualquier relación diplomática. En fecha tan reciente como el 2010, el Anuario Jurídico de Naciones Unidas decía literalmente que “las Naciones Unidas consideran a Taiwán como una provincia de China sin estatus separado” y que “las autoridades de Taipei no gozan de ninguna forma de estatus gubernamental”; para concluir que la isla se reconoce como “Taiwán, Provincia de China”.

La historia de ambos lados del estrecho desde entonces, y sobre todo tras la suspensión de la Ley Marcial y el fin del régimen Guomindanista en la isla en 1987, ha sido la de una aproximación progresiva y la de la recomposición de lazos de todo tipo, la ampliación de los intercambios y la cooperación en todos los campos. Un primer logro de estos acercamientos lo representa el llamado “Consenso de 1992”, en virtud del cual se establecía como base mínima el reconocimiento del principio de “Una sola China”. Aunque se estipulara que cada una de las partes siguiera este principio de acuerdo a su propia interpretación, lo cierto es que ofrecía la base para avanzar hacia el objetivo que la República Popular China se había marcado desde su fundación, esto es, la reunificación del país por medios pacíficos. Los líderes de la República Popular desde entonces no solo lo han reivindicado y han advertido de lo pernicioso que podría resultar la ruptura de tal consenso, sino que también han buscado dotarlo de contenido. Sin ir más lejos, el actual presidente chino, Xi Jinping, en un discurso conmemorativo por el aniversario de la emisión del “Carta a los compatriotas Taiwaneses”, llamó explícitamente a explorar la fórmula para Taiwán en el marco del principio “Un país, dos sistemas” que ya se ha ensayado con resultados positivos para Hong Kong y Macao. 

Estas pequeñas digresiones solo buscan mostrar que quien entienda la situación de Taiwán como un conflicto étnico o entre nacionalidades, se equivocará de plano. También lo harán quienes reduzcan la cuestión a un tema meramente económico o industrial. Es claro que la posición geográfica de Taiwán le da una importancia estratégica, así como su potente industria de semiconductores, pero limitar a ello las razones del proyecto de reunificación y las tensiones que las injerencias en él provocan supone afrontar el problema de manera unilateral y pasar por alto algunas cuestiones históricas centrales de los dos últimos siglos y sin las que se hace difícil una comprensión adecuada de la China moderna. El proyecto de reunificación y revitalización nacional lo ha encarnado e impulsado durante el último siglo el PCCh, pero comienza a fraguarse desde el momento en que las potencias imperialistas del s. XIX, sobre todo Inglaterra, reducen a China a una condición semicolonial y políticamente fragmentada – un montón de arena suelta” por emplear una expresión recurrente de Mao Tse Tung- que se prolongaría hasta el fin de la Guerra Civil y la fundación de la Nueva China en 1949; pasando por la “época de los caudillos militares” y la invasión japonesa. Las injerencias externas, más o menos veladas, sobre la cuestión de Taiwán no pueden entenderse más que como un intento de actores internacionales que conservan la mentalidad de la guerra fría de contener a China, ignorando su soberanía, integridad territorial y un orden internacional basado en normas.